Iba a hablar solo de mí,
pero estoy generoso,
y te voy a regalar dos tip brutales para captar clientes que son muchas veces ignorados:
Para vender mucho hay que contar la verdad.
Hay que saber contarla, claro, pero hay que contar la verdad.
Fíjate que parece un solo tip, pero son dos en realidad.
No he dicho “decir la verdad”, he dicho “contar la verdad”.
No es lo mismo.
“Contar” requiere escribir una historia y las historias son la mejor forma de vender.
Decía “Contar” y “verdad”.
Dos tip en uno.
Mira.
Te voy a contar mi verdad y cómo llegué hasta aquí.
Ese que ves ahí arriba soy yo.
Es mi yo real de hoy. Nada de IA ni de Photoshop.
Haciendo un poco el tonto, con mis canas, sin mascara ni disfraz (traje?).
Claro que no siempre estuve tan feliz.
Ahora escribo. Porque a eso es a lo que me dedico, escribo textos para que la gente lea… y compre (mucho). Copywriter lo llaman los guiris.
Durante años, mi trabajo ha sido otro.
He dirigido proyectos de transformación en importantes compañías, convirtiendo empresas en referentes del sector.
He gestionado equipos, optimizado procesos, impulsado la sostenibilidad y la eficiencia operativa.
Me he pasado la vida destripando sistemas, encontrando lo que no funcionaba y creando estrategias que los hicieran más efectivos.
Toda una vida transformando negocios. Y ahí sigo, solo que ahora transformo negocios usando palabras.
Curiosamente, siempre he sido de hablar poco.
Nada de discursos brillantes ni frases ingeniosas al vuelo.
Pero cuando escribo…
Cuando escribo, algo cambia.
Las palabras salen con más filo. Más fondo. Más verdad. Impactan.
Decía antes que mis días eran distintos…
…El gris de la oficina que lo envuelve todo.
El café ya tibio olvidado en una esquina del escritorio.
La mesa ordenada y fría. Impersonal.
El teclado bajo mis dedos.
Un murmullo constante de fondo: teléfonos que suenan, teclas que repiquetean, conversaciones a medias que se mezclan en un zumbido incesante.
Otra mañana idéntica a la anterior.
Y a la de ayer.
Y a la de hace cinco años.
Abro mi bandeja de entrada.
97 correos sin leer, 5 reuniones agendadas para hoy.
Respiro hondo.
Un sorbo de café, ya frío.
Otro correo. Otro informe. Otro procedimiento.
Escribo. Lo de siempre. Con el tono de siempre.
Frases medidas, serias, impersonales.
Suenan hueco. Como si fueran de otro. Como si mi voz estuviera en otra parte.
¿Será así para siempre?
Levanto la vista.
Las mismas paredes.
El mismo aire reciclado.
La misma sensación de que el tiempo avanza, pero yo sigo sin hacer caso a mi alma.
Otro día en la oficina.
Suspiro. Abro un nuevo correo.
Respondo.
Las palabras salen solas, ordenadas, correctas, como siempre.
Suspiro otra vez.
Otro correo, la misma rutina. Palabras frías, profesionales, que van y vienen.
Entonces, casi por instinto, mi mano se desvía.
Aprovecho que escribo un correo corporativo para meter un giro aquí, una chispa de humor allá. Una pequeña historia.
Un toque de vida en medio de tanta formalidad.
Un pequeño escape dentro de un mensaje corporativo.
Enter. Ya está. Enviado.
Y entonces pasa algo curioso.
Las respuestas llegan, no con un simple “Recibido” o un seco “OK”, sino con sonrisas virtuales, con comentarios como
“Este email me ha alegrado el día”,
“Qué bueno. Eres un crack”,
“Me encanta”.
Esos mails se convirtieron en una especie de ritual.
Algo que todos esperaban.
Y yo… yo esperaba con ansias el momento de escribirlos.
No el resto del trabajo.
Solo eso.
No podía hacerlo todos los días, claro. Pero los repetía periódicamente cuando por mi trabajo tenía que hacer comunicaciones a toda la plantilla.
Así empecé a hacerle caso a mi alma.
A tiempo parcial, podría decirse.
Ahora ya no.
Me tiré a la piscina.
Con 50.
Tarde, pero salté.
Y afortunadamente la piscina estaba llena.
Esta es mi verdad y es justo que la conozcas.